González Prada: Trozos de vida

Gonzalo Portocarrero

Escritos seis meses antes de su muerte, los poemas agrupados bajo el título Trozos de Vida, publicados póstumamente, representan un espacio en que González Prada se confronta al sinsentido primordial de la vida, tratando de representar sus vivencias más entrañables. En el contexto de un racionalismo que ha eliminado cualquier horizonte de trascendencia, se busca, en el aquí de la vida, las razones que hagan que merezca la pena seguir viviendo. Por este discernimiento desfilan distintas posibilidades: los ideales de paz y justicia, la opción de un encuentro gozoso con el otro, la grandeza de la patria, la exploración de un sentimiento panteísta que nos religue al mundo y a lo viviente. No obstante, todas estas no llegan a fundamentar un sentido. Prima, entonces, la desolación, la vivencia de una vida que es fugaz, transitoria e insignificante, que tiene como única perspectiva la realidad última de la muerte. Frente a una situación tan decepcionante sólo cabe el cultivo de la indiferencia para evitar ser carcomido por el hastío; por esa necesidad de un sentido que no puede ser construirse.

“Yo he sido el cofre sellado:
Más allá de la epidermis
no he sufrido los contactos”

Los versos anteriores aluden a un dominio de la muerte sobre la vida: el “cofre sellado” semeja un féretro, un espacio incomunicado, donde son imposibles los contactos y lo más sabio es una suerte de anestesia vital, un tratar de no sentir, pues la desolación de produce lo absurdo se infiltra por todos lo poros de la vida. El rechazo a la condición humana es contundente:

“Madre Tierra, ¿dónde vas?
Vayas, Tierra, donde fueres,
La dicha en ti reinará,
Cuando muda y sola gires
Muerta al fin la humanidad”

“De ser hombre me avergüenzo”

El mundo está sumergido en un caos moral: los buenos sucumben, los malos disfrutan y no hay remedio a la vista.

La inminencia, siempre presente, de la muerte aborta en su origen cualquier ilusión, de manera tal que comenzar a vivir es, sobre todo, empezar a morir.

“Sin fe en la vida, vivimos;
sin esperanza, esperamos”

El sinsentido se revela en la omnipotencia caprichosa del azar. Las ilusiones son quimeras, mentiras. Y la mayor de ellas es “la esperanza en el bien y la justicia”.

“Indiferentes vayamos
por los mares de la duda”

La rutina como sentido esclerotizado facilita la vida, pero vaciándola de sentido e intensidad.

La menos mala de las opciones es, en cualquier forma, entregarse a una quimera, que aunque se sepa falsa permite, no obstante, remontarse “a la luz del firmamento”.

En realidad, en medio de este panorama tan sombrío la única luz que asoma es la de la rebeldía y la libertad.

“En mi Olimpo, ya sin Dioses,
Sólo perdura tu altar,
Sólo no muere tu culto,
Oh divina libertad”

Esta afirmación de la libertad como posibilidad de autocreación de los hombres, deja a esperar un futuro mejor: “que este siglo no es visible: / yo debí nacer mañana”.

Un sobrecogedor tono melancólico domina los poemas de Trozos de Vida. Como se sabe, la melancolía es un sentimiento de pérdida, al que no corresponde una idea precisa de lo que se ha perdido, de manera que no hay una representación de objeto, sino sólo una tristeza abrumadora. Todo se ha perdido pues nada tiene sentido. La impronta depresiva de este poemario remite a una añoranza de absoluto, a la imposibilidad de realizar un duelo por la muerte de Dios y todos los sentidos que dependieron de su existencia: los ideales, la buena conciencia, la satisfacción consigo mismo. Finalmente, a la imposibilidad de reconciliarse con la realidad de una inmanencia sin certezas. En la cual podrían, acaso, construirse sentidos que aunque no fueran últimos y definitivos, sí fueran suficientes como para fundamentar un fervor de vida.

La ciencia y la supuesta perfectibilidad humana no alcanzan a reemplazar al Dios muerto. Paradójicamente, esta añoranza de Dios y sus certezas absolutas es un sentimiento profundamente religioso.

Resulta claro que González Prada es un individuo aislado. Es un agnóstico en un mundo de creyentes. No puede evitar la arrasadora añoranza de lo absoluto, de modo que queriendo creer no cree. En este querer sin poder se ubica su “última verba”: “¿qué me importa si mi cielo / obscurece ya la noche? / no te amé jamás, oh mundo, / negro charco de vibriones[1] / al puede ser de la tumba / voy sin pena ni temores, / con el asco por la vida, / con el desprecio de los hombres”.

No obstante, y otra vez paradójicamente, como lo señala Julia Kristeva, la lucha por expresar las vivencias depresivas tiene un efecto catártico y consolador. En efecto, escribir es una apuesta a representar la tristeza que termina aligerando algo de su peso abrumador. Sobre todo, en la medida en que en esta lucha surge algo que podemos considerar “bello” y “veraz”. Entonces, escribir sobre el sinsentido es una manera práctica de crear un sentido, pues la misma escritura permite estetizar y diluir esas sombras que nos impiden ver la belleza de la vida. Se trata, ciertamente, de un ejercicio “agónico”, de una lucha en el límite. Tratar de no ser engullido por la muerte a través de una consolación trágica en la que reafirmando el absurdo de la vida, dando rienda suelta a toda nuestra negatividad, logramos, no obstante, olvidarnos de esa pérdida que nos obsesiona.

[1] Bacteria, microbio

web: http://gonzaloportocarrero.blogsome.com

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