por José Miguel Oviedo
Manuel González Prada, poeta y fundador de periódicos y partidos políticos, creador de encendidos discursos y proclamas, profeta, juez y fiscal de su verdad, entre el indigenismo y la anarquía, simboliza las bodas de la genialidad con la ceguera moral, a decir del crítico y ensayista peruano José Miguel Oviedo, autor de una imprescindible historia de la literatura iberoamericana.
Manuel González Prada (1844-1918), gran espíritu anticlerical e iconoclasta, nació en Lima, en el seno de una familia aristocrática, tradicional y católica. El simple hecho de percibir en la política peruana unos tibios brotes de liberalismo le bastó a su padre para exiliarse voluntariamente con la familia en Chile. El pequeño González Prada se educó en un colegio inglés de Valparaíso, donde aprendió esa lengua además de francés y alemán. Al volver en 1857 a Lima, su madre, queriendo estimular en él la vocación religiosa, lo hizo ingresar al Seminario de Santo Toribio; lo que logró fue despertar en él una mayor rebeldía ante el poder eclesiástico, aunque dejó en él una vaga inquietud religiosa que se reflejaría, a contraluz, en su obra poética.
Al cabo de tres años como seminarista, se fuga y se matricula en un colegio laico. Más tarde, en 1862, ingresa a la universidad para seguir, sin mayor convicción, estudios de derecho, y los abandona al año siguiente. Poco después empieza a publicar poemas y artículos periodísticos, generalmente bajo seudónimo: tenía la pretensión de considerarse un escritor secreto. Queriendo conocer de cerca la situación de los campesinos e indígenas del interior del Perú, recorrió la sierra central a caballo y descubrió los males —ignorancia, atraso, explotación infrahumana— que denunciaría más adelante. Luego pasó varios años (1871-1879) aislado, por decisión propia, en una de las haciendas familiares al sur de Lima, donde se dedicó a actividades agrícolas y disfrutó del contacto bucólico con la naturaleza, pero sobre todo leyó intensamente los autores que mejor acompañaban su soledad: Hugo, Goethe, Schiller, Heine, Gracián, Quevedo, Omar Khayam… La experiencia rural aumentó las razones que tenía para sentir desdén por Lima: le parecía un ambiente conservador, indolente, falso; el sentimiento antilimeño sería una constante de su prosa de combate, que ya empezaba a hacerlo conocido. También comenzaba a producir su primera poesía madura, en la que se notaba la influencia de sus buenas lecturas y sobre todo la huella de poetas franceses que muy pocos conocían entonces en el Perú. El crítico chileno José Domingo Cortés recogió algunas muestras de ella en su antología El Parnaso peruano (Valparaíso, 1871).
La situación nacional se agrava dramáticamente cuando Chile declara la guerra al Perú e inicia la Guerra del Pacífico, en la que este país sufre una humillante derrota que destruye su ilusa aspiración de ser una potencia en la región. Después de abandonar el campo y participar en la fracasada defensa de Lima, González Prada comienza un segundo retiro: durante los tres años de ocupación chilena se encierra en casa a leer y escribir (esta inclinación por los «retiros» quizá sea un hábito que le quedó de sus estudios religiosos). Cuando emerge en 1884, lo hace con un claro programa de acción literaria y política, que lo convertiría en el más corrosivo agitador de la conciencia nacional, del sentimiento antichileno (lo que se ha llamado su «revanchismo») y del ataque frontal a todo el establishment peruano: el ejército, el clero, las clases dirigentes, los intelectuales conformistas. Su prosa madura corresponde a esta época.
Funda, con un grupo de jóvenes seguidores, el Círculo Literario, que en 1891 se convertiría en el Partido Unión Nacional, de tendencia radical. Despliega un infatigable activismo a través de periódicos, actos públicos y discursos flamígeros, como el famoso «Discurso del Politeama» (1888), en el que lanzó el grito inclemente «¡Los viejos a la tumba; los jóvenes a la obra!», que se convirtió en el lema de su generación y de su tiempo (González Prada cultivaba el género oratorio sin tener dotes de orador él mismo: de voz débil y temperamento nervioso en la tribuna, prefería hacer leer a otros lo que escribía). En el «Discurso del Teatro Olimpo», del mismo año, critica de modo encarnizado la situación literaria peruana y específicamente a su modelo más reconocible, la tradición de Palma; escribió con furia y peculiar ortografía:
… en la prosa reina siempre la mala tradición, ese monstruo enjendrado por las falsificaciones agridulcetes de la historia i la caricatura microscópica de la novela.
Su experiencia europea es tardía: comienza en 1891 y termina siete años más tarde; la mayor parte de ese tiempo lo pasa en París. Aparte de profundizar su conocimiento de la poesía parnasiana y de asistir a clases dictadas por Renan y el positivista Louis Ménard, descubre —como es bien sabido— el socialismo humanista y el anarquismo en las obras de Proudhon, Bakunin y Kropotkin, que eran básicamente una novedad en la cultura política peruana de la época. En París aparece su más conocido libro de ensayos y discursos: Pájinas libres (1894). El escándalo que esa obra provocó en círculos eclesiásticos y oficiales le valió a su autor ser censurado y quemado en efigie.
Su educación política continuó en…
Su educación política continuó en España: hacia 1896 hace amistad con Unamuno y entra en contacto con los anarquistas catalanes. Al volver a su detestada Lima, este rebelde e iconoclasta, aún más radicalizado, se dedica a apoyar el naciente movimiento obrero y funda en 1898 los periódicos Germinal y El Independiente, de corta vida, desde donde lanza constantes ataques contra la Iglesia, los sectores conservadores y la oligarquía terrateniente. Progresivamente, el autor fue separándose de la estrategia política, más moderada, del Partido Unión Radical que él había fundado en 1891 y del que se aparta definitivamente en 1902. Su campaña en favor del indígena se acrecienta por estos años, en los que escribe el famoso ensayo «Nuestros indios» (1904); este texto y otros en favor de la misma causa son piezas clave en el desarrollo del pensamiento político hispanoamericano: son las primeras muestras indiscutibles de un indigenismo que había superado el tono sentimental, filantrópico y plañidero que tenía, por ejemplo, en Aves sin nido (Lima, 1889) de Clorinda Matto de Turner. En sus planteamientos están las semillas del movimiento indigenista, cuyas manifestaciones en el pensamiento, la política, la literatura y las artes serían trascendentales en el siglo XX.
Los años finales del autor lo muestran intensamente envuelto en la lucha política nacional y defendiendo sus ideas ante un medio cada vez más hostil. Algunos de sus artículos y ensayos tuvieron que aparecer bajo seudónimo; varios salieron en las páginas de Los Parias, un periódico ácrata y defensor de los obreros. Allí publicó, entre 1902 y 1904, un centenar de artículos; algunos figuran en Horas de lucha (Lima, 1908), el último libro de ensayos que publicó en vida, y en Anarquía (Santiago, 1933). Este y todos los demás libros de prosa aparecieron póstumamente: Bajo el oprobio (París, 1933), Propaganda y ataque (Buenos Aires, 1939), El tonel de Diógenes (México, 1945), etc.
En verdad, cabe considerar a este autor una anomalía literaria e intelectual: un caso extraño y extremo que, en su santo ardor de profeta, juez y fiscal, se atrevió a defender hasta lo indefendible, a veces con el irritante sarcasmo de quien combate a enemigos tímidos o cobardes. Estaba poseído por una idea fija, que suele dominar precisamente a los espíritus que se empeñan en tareas superiores: la de que su causa era justa y no debía perder un minuto en tratar de realizarla o al menos difundirla. Cuantos más opositores o escándalos se levantaban en su camino, más convencido estaba él de la rectitud de su destino; sacrificó todo en el altar de sus ideas porque creía que eran capaces de cambiar el mundo en el que le había tocado en suerte vivir.
Hay un sentido apocalíptico en el arte, el pensamiento y la acción de González Prada, un sentimiento del «fin de los tiempos» que lo impulsa a creer que era justo el momento para forjar una nueva realidad humana y social sobre las cenizas de las ideas y organizaciones del presente. Ser un opositor radical a la autoridad burguesa no le bastaba; ni siquiera el socialismo le parecía suficientemente eficaz como instrumento para acabar con el viejo régimen de cosas, pues en el fondo era «opresor y reglamentario» («Socialismo y anarquía»). Era un libertario absoluto, enemigo de Dios, la Iglesia, el ejército, el poder político y del concepto mismo de patria. Era el paradigma del voluntarismo revolucionario, inconmovible en su fe de que la acción directa, inspirada por el pensamiento libre y científico, era el motor de los grandes cambios históricos. Hoy lo llamaríamos, sin vacilar, un extremista.
Podemos comprobarlo releyendo uno de sus discursos mejor conocidos: «El intelectual y el obrero», pronunciado el primero de mayo de 1905 en la Federación de Obreros Panaderos del Perú, e incluido en sus Horas de lucha.
Menos conocidos son los ensayos, artículos y crónicas de actualidad publicados en el periódico Los Parias y reunidos en Anarquía. No creo que hubiese en ese tiempo ningún intelectual hispanoamericano que hubiera hecho una defensa más fervorosa e irrestricta de la utopía anarquista, que por entonces era una cuestión candente, desde la Rusia zarista hasta la España monárquica y en varias partes de nuestro continente. Él define esa utopía con la lapidaria concisión que lo distinguía: «El ideal anárquico se pudiera resumir en dos líneas: la libertad ilimitada y el mayor bienestar posible del individuo, con la abolición del Estado y la propiedad individual» («La anarquía»). Leídos hoy, esos textos significan, por cierto, algo distinto de lo que significaron en su época, y ofrecen un motivo de reflexión sobre cuestiones que seguimos discutiendo en la nuestra. González Prada trata varios de esos grandes temas (la libertad, la lucha de clases, el sindicalismo obrero, la autoridad política y religiosa, el militarismo, el colonialismo, etcétera), pero ninguno tiene hoy más trágica actualidad que el de la violencia revolucionaria.
El anarquismo estaba empeñado en esos momentos en una campaña de agitación general como un modo de desestabilizar la confortable sensación de seguridad que las monarquías, los gobiernos liberales y los regímenes autoritarios de todo el mundo trataban de inspirar. González Prada veía en esos gestos y movimientos de violencia terrorista algo fundamental: el comienzo del fin de los sistemas políticos que sólo habían traído injusticia, corrupción e indiferencia por el dolor de los desheredados. Era ahora o nunca, todo o nada, y era necesario, pues, hacer la apología de la violencia. La más frecuente de sus justificaciones es que el crimen de unos pocos puede traer la felicidad del resto; que la sangre derramada en un acto de heroica agresión podía germinar en un mundo nuevo, sin explotadores ni explotados.
El autor comenta los atentados anarquistas en Barcelona, Madrid, París o Moscú y los defiende con una argumentación parecida: el verdadero crimen está en la enorme desigualdad social, no en el hombre que trata de vengarla. Por otro lado, estos violentos son verdaderos mártires, porque no temen ser víctimas de sus propios atentados o pagarlos con la cárcel. Así, vemos a un riguroso racionalista como él convertido en defensor del fanatismo. Algo llamativo (y francamente censurable) es que estas argumentaciones con frecuencia están hechas en un tono sarcástico o burlón que revela cierta insensibilidad. Por ejemplo, comentando que un atentado en París produjo sólo «un caballo muerto y unos coraceros levemente heridos», agrega: «nos dolemos del cuadrúpedo y no felicitamos al hombre que lo montaba, aunque haya sido condecorado» («En Barcelona»).
Pero quizá en ningún caso la argumentación que usa sea más especiosa y alarmante que en el artículo «Cosechando el fruto», escrito a propósito del frustrado atentado del 11 de agosto de 1905 contra el presidente argentino Manuel Quintana, quien gobernaba desde el año anterior.
Tal vez haya que recordar que eran tiempos de gran agitación social en ese país: en 1905 hubo nada menos que 111 huelgas; se promulgó, bajo presión sindical, la ley del descanso dominical; se produjo la rebelión de los radicales (que se habían abstenido de participar en los comicios del año anterior) contra el gobierno, etcétera. La defensa que hace González Prada del atentado se apoya en varios tipos de argumentación: primero, el «extranjero anarquista» al que se le atribuye el fallido atentado seguramente no es anarquista: «los anarquistas usan armas seguras y repiten el golpe cuando falla una vez»; segundo, el gobierno de Quintana no puede ser más repudiable: «es la más odiosa encarnación de un régimen nefando, […] la edición corregida y aumentada de Juárez Celman, […] la digna hechura de Roca, de ese militarote que amalgama en sí la doncellez y la prostitución, porque lleva espada virgen y corazón podrido»; tercero, los terroristas anarquistas «no nacen por generación espontánea: vienen de semillas arrojadas por los injustos y malvados». Como la violencia no sólo es inevitable, sino históricamente predecible, el que «manda lanzar el plomo contra huelguistas […], se expone a que, tarde o temprano, le peguen un tiro, le claven un puñal o le arrojen una bomba». Por lo tanto, no esperemos que él hubiese tenido que «lagrimear si una bala hubiera perforado la substancia gris o bituminosa del presidente argentino». Mucho se podría decir de estos juicios; baste aquí señalar que en su arrogante justificación de la violencia hay el mismo gesto de soberbia intelectual, aunque con signo distinto, del que veremos más tarde en Leopoldo Lugones quien —después de haber sido anarquista y socialista— hace un total giro y proclama entusiasta «la hora de la espada» o en las bochornosas campañas de José Santos Chocano en favor del autoritarismo militar y de los tiranos «buenos». Quizá más que soberbia, simple ceguera moral, que no es ajena a las grandes mentes. –
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