Loyola College y Johns Hopkins University organizaron a fines de febrero un Coloquio Internacional sobre la obra de Manuel González Prada en la ciudad de Baltimore. En el evento se discutió con ardor sobre la naturaleza del radicalismo, la experiencia traumática de la Guerra con Chile, el nuevo imaginario nacional y las contradicciones ideológicas del hombre que denunció con palabras de trueno nuestras miserias públicas y privadas.
Por Marcel Velázquez Castro
Las ideas de González Prada ocupan una posición central en el escenario ideológico de las dos últimas décadas del siglo XIX y las dos primeras del siglo XX. Él es nuestro primer intelectual moderno, no solo por su lúcido diagnóstico y su intransigente crítica a nuestras instituciones sociales y políticas como lo demostraron David Sobrevilla y Eugenio Chang Rodríguez, sino también por las contradicciones que desgarran su trayectoria vital y sus ideas.
El conjunto de su obra propone un archipiélago de sentidos que colisionan: un sujeto que emplea el poder del saber para socavar el saber del poder; alienta los procesos de modernidad política, pero vacila ante la radical modernización social; miembro de la oligarquía, escribe las más punzantes diatribas contra ella; propone una literatura que ejerza una crítica sociopolítica, pero gran parte de su obra poética funda la autonomía formalista del discurso literario moderno; realiza una nueva representación del indio y los Andes, sin liberarse de la cosmovisión racialista; anarquista que se convierte en bibliotecario público, radical que construye la conciencia crítica nacional; librepensador devoto del positivismo; pesimista ante la realidad social peruana, pero optimista ante el progreso científico universal.
LA GUERRA CON CHILE: EL TRAUMA DE LA NACIÓN DESHECHA
Existe consenso en señalar que la derrota ante Chile, posibilitó la prédica antioligárquica y anticriolla de González Prada. La derrota de la nación fundada en el paradigma criollo-limeño exigió modificar radicalmente las imágenes de la comunidad peruana; por ello, el ensayista incorporó al indio como sujeto central en la forja de la nación futura.
José Luis Rénique estableció que el origen del «gonzalezpradismo» está asociado a la elaboración de un discurso impugnador de la nación a partir de una actitud nacionalista y revanchista. La matriz fundacional es la experiencia personal del escritor en la batalla de San Juan. Él fue asignado como oficial de reserva a una guarnición de artillería ubicada en el Cerro El Pino. Sin poder combatir fue testigo de la derrota, observó la masa de soldados dispersos: «unos heridos arrastrándose, otros pidiendo auxilio; unos con armas, otros sin ellas, llenos de sangre y la ropa hecha pedazos». Al caer la noche de aquel día nefasto, «las cosas me ofrecían un aspecto raro; los amigos me eran indiferentes. Era yo otro hombre. Todo mi pasado había muerto» declara en el dramático recuento de sus memorias.
En la intervención más polémica y sugerente, Carmen Mc Evoy resaltó que la inmensa figura de González Prada ha terminado ocultando las complejas voces del republicanismo del siglo XIX. Leemos el siglo XIX desde las críticas del maestro y olvidamos las mutaciones del republicanismo y las heterogéneas tradiciones liberales que no pueden ser subsumidos en la reductora palabra «oligarquía». La épica de la burguesía republicana que alcanza su punto culminante en Manuel Pardo empieza a convertirse en una narrativa historiográfica que socava los tradicionales relatos de la historia de las ideas.
Desde la otra trinchera, Nicolás Lynch y César Germaná insistían en que González Prada inauguró una nueva tradición democrática, una ciudadanía social que significó una ruptura definitiva con la tradición oligárquica. Acontecimiento que posibilitará su engarce con las dos figuras políticas emblemáticas de la vertiente nacional popular del siglo XX: José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre
Guido Podestá sostuvo que no se deben crear rupturas epistemológicas asociadas a figuras, sino se debe estudiar el conjunto de las tradiciones ensayísticas de un horizonte cultural. Ubicar a González Prada en el seno de la agitación cultural decimonónica significa buscar sus genealogías y deudas con el positivismo de Atanasio Fuentes, la sociología de Dávalos y Lisson, e incluso -como demostró Rocío Ferreira- con el romanticismo exotista de Juana Manuela Gorriti.
LA CUIDAD DE LIMA O EL SÍNTOMA DEL MAL
Gonzalo Portocarrero propuso una interesante distinción en la escritura de González Prada. La convivencia del juicio lúcido y el goce satírico. En el discurso sobre Lima asistimos a la irrupción de un goce satírico, una pulsión cruel y soberana que desestabiliza los principios de la lucidez crítica que caracterizan a otros trabajos del autor.
«Núcleo purulento», «Pompeya medieval», «vieja verde», «foco de las prostituciones políticas», «inmenso pantano», «ventosa que chupa la sangre de toda la Nación», «zamba vieja», «aldea con pretensiones de ciudad», «albañal colector» son algunos de los acerbos epítetos empleados por el furibundo pensador.
Lima es un síntoma del mal. El mundo sociocultural y las prácticas políticas de la capital son los principales responsables de la derrota ante Chile y enemigos directos de la utopía libertaria. Aprovechando todos los procedimientos clásicos de la sátira (la hipérbole, la parodia, lo grotesco, la invectiva, los refranes y la presentación escatológica), Lima será construida como una ciudad enferma representada metonímicamente por el hospital y el cementerio e instalada en el horizonte semántico de la ruina. Una urbe que vive un prolongado proceso de descomposición, «tiene fisonomía vetusta, aire de cosa exhumada, aspecto de una Pompeya medieval. Aquí se asfixia el hombre organizado para respirar un ambiente moderno». Es evidente que el pasado colonial, presente en su estructura urbanística y en sus formas sociales, es el culpable de esas características anacrónicas.
En los encendidos textos, vuelven a reaparecer las arraigadas imágenes de la tradición satírica anticolonial: la impostura, la corrupción, el oportunismo. No se trata de provocar la risa liberadora del carnaval, sino de crear una conciencia de rechazo hacia ciertas facetas abyectas asociadas a la ciudad de Lima. La esperanza de González Prada en las provincias presupone rezagos de un pensamiento romántico: la sociedad urbana como agente de corrupción, el hombre del campo como sujeto libre y moral, y la naturaleza como espacio de purificación y regeneración sociales.
Uno de los aspectos más lúcidos y con mayor vigencia de la crítica gonzalespradiana sobre la ciudad es el conceptuar la corrupción como una consecuencia lógica y no un mero accidente de toda sociedad regida por una articulación asimétrica con el capital extranjero. Por ello, la deshumanización de los ciudadanos es inevitable: «la corrupción corre a chorro continuo (.) los hombres se han convertido no solo en mercenarios sino en mercaderías (.) admira que en las cotizaciones de la Bolsa no figure el precio corriente de un ministro, de un juez, de un parlamentario, de un regidor, de un prefecto, de un coronel, de un periodista». Todo tiene un precio en una sociedad que empieza a abandonar los vínculos sociales tradicionales y se embarca decididamente en el sueño moderno de la libre circulación de personas, ideas y valores.
La mujer criolla limeña condensa y encarna las características y los vicios de la capital. Es un ser ignorante, frívolo, veleidoso; ella está instalada en la trasgresión y en el carnaval perpetuo (comida incesante y sexo descontrolado) disfrazado de beatería. El binomio mujer/sacerdote no solo se basa en una relación espiritual y moral, sino también, en un lazo carnal y sexual.
La terrible y devastadora visión de una Lima degradada creada por González Prada, se reactualiza en Mariátegui y, posteriormente en Salazar Bondy.
Este evento académico abrió nuevas rutas para pensar el conflictivo legado del ensayista e inició un rico debate sobre nuestras tradiciones políticas que posibilitará volver a nuestros clásicos sin devoción, ni gratuita vocación iconoclasta.
publicado en: diario El Comercio
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